domingo, mayo 4

Cigarrillos al olmo: Pausa previa al desvarío


Me lo encontré por una de esas rutas, suyas, nuestras. De esas que hacen fácil no perder la capacidad de maravillarnos con lo simple. Caminamos paralelos un buen rato. Me contaba cómo iban las cosas por allá, por su mente. Admitió que de cada mirada había llevado algo parecido al alma, más sutil, si cabe. No lo decía con arrepentimiento: lo decía con orgullo. Camaleón o espía, siguió la dirección que dictaban pupilas de engaño y verdad, pero siempre un aullido en la oscuridad ajena...

"Y sólo aquí es donde me doy cuenta, tarde claro, del tiempo que se me escapa pensando en el tiempo que se me escapa, de la palabra que busco, del dolor que merezco pero no quiero, de lo que callo cuando digo cualquier cosa, del dios o la diosa que me guian, y no conozco".

El sol también se largaba, como nosotros, sin la menor idea de hacia dónde.

"De cada voz -dijo- guardé acento y silencio. En este preciso instante robo tus pasos, tu forma de caminar, y sé que tú haces lo mismo. Eso está bien, para eso es que nacemos, para hacernos, en parte, de los otros".

Hasta ese instante había llevado un paso leve y constante, arrastrando la basta de los jeans caídos, puliendo el suelo que pisamos ahora. Nos detuvimos al borde de un acantilado, mirando el mar y fumando un cigarrillo entre los dos. Hablamos de Helena y de Dianni. Hablamos del libro que siempre llevo en el morral, de su novela eternamente inconclusa y de los poemas que perdí cunado robaron mi computadora. Hablamos de fútbol, de drogas, de felicidad y de tristeza. Luego, nada más callamos.

Un rato después nos dimos la mano y cada cual partió por su lado.

Yo seguí la ruta del acantilado, más por no saber a dónde ir que por preferencias estéticas. Allá abajo había gente viviendo entre la ruinas que la ciudad va dejando caer. De repente, escuché un silbido. Di vuelta y lo ví unas cuadras más abajo, también aún al borde del precipicio, las manos a ambos lados de la cara. Gritaba algo. Iba a emprender el camino de regreso pero me detuvo con una señal. Todavía gritaba.

Su voz llegó a mis oídos como un hilo, y aunque en principio no pude reconocer las palabras, comprendí lo que me decía desde tan lejos como uno comprende que el sonido que oye es el de las gaviotas, aunque no las vea. Aún flota en mi cabeza la pregunta, aún ahora, aquí, sentado frente a otra computadora con otro cigarro y un café, abrigado del frío que hace en la calle. Pero con las mismas dudas, claro.


A qué le teme el mundo, a qué le tenemos tanto miedo, Mariano?